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martes, 17 de junio de 2014

EL PEZ OPORTUNO

Si hicieron alguna vez hacer un viaje mar adentro, sabrán de lo que les voy a hablar. Todo pescador o marino lo sabe muy bien. El océano es inmenso y majestuoso. Aún los transatlánticos más grandes o los portaaviones militares más largos son como una pulga en medio de hectáreas de campo.  El océano también es profundo.  Mar adentro, el lecho marino se hunde hasta kilómetros por debajo de la superficie. Esas son aguas muy frías y corrientosas. Y cuando una tormenta se desata, es como si la naturaleza nos quisiera dar una probadita de su poder: olas de veinte metros que sacuden los buques cargueros como una nuez, vientos huracanados que arrebatan el mar, amenazando a los marinos con una muerte fría y solitaria en el fondo, adonde todo es oscuridad y silencio.

Muchos yacemos en el fondo del mar como el Titanic: una vez majestuosos y con propósito, pero víctimas del orgullo, derribados por la misma naturaleza que fuimos destinados a domar.

¿Qué tan bajo podemos caer? ¿Qué tan lejos podemos alejarnos de Dios? Y no estoy hablando de aquellos que no le conocen ni que adoran ídolos o son asesinos seriales. Estoy hablando de aquellos que somos salvos por fe, que oímos su voz, que leemos su palabra y la compartímos con los dones que hemos recibido.

La pregunta suena estúpida en ese contexto ¿No? Digo ¿Cómo alejarnos de Dios si hacemos todo lo anterior? ¿Cómo está eso de “caer”?

Y sin embargo, aún haciendo todo esto, podemos acabar en un profundo hoyo de muerte.  Puede que al principio no lo notemos y la bajada sea casi imperceptible. Luego,  de alguna forma,  tomamos consciencia de que vamos deslizándonos cuesta abajo lentamente. 

Aún no cunde el pánico, pensamos, todavía tenemos tiempo de dar el salto a la superficie. Pero no nos damos cuenta que cada mala decisión que tomamos en el camino descendente, desencadena otra peor y estas se empiezan a suceder con demasiada velocidad. 

Súbitamente, el piso desaparece y caemos dando tumbos hacia un pozo que parece no tener fin y se traga la luz a nuestro alrededor  hasta que todo es oscuridad y ya no sabemos cómo salir y Dios se ha convertido en alguien tan lejano como la Luna.



Quizá Jonás se preguntaba lo mismo ¿Cómo un profeta del Dios altísimo había acabado en medio de una prisión de  pescado podrido y ácido intestinal? 

Tan solo unas horas antes, Dios lo había honrado con una misión especial de la que dependía la salvación y vida de toda una ciudad. Él era el único destinado a llamar a arrepentimiento a una ciudad perversa: Dios, en su misericordia, quería darle a Nínive la posibilidad de arrepentirse antes de destruirla como lo había hecho con Sodoma y Gomorra. 

Ahora Jonás no podía, aunque quisiera, advertirle nada a nadie porque se encontraba desde hacía tres días en el vientre de un pez, en el medio del mar, en lo profundo del océano, sin nadie cerca para que le rescate y sin ninguna persona que, francamente, quisiera rescatarlo.

Porque el problema era que Jonás, el profeta, el elegido de Dios, había decidido desobedecerle y no ir a Nínive. Una cosa trajo la otra. Una consecuencia desencadenó la siguiente y Jonás acabó muy lejos del objetivo de Dios para él y sin ninguna manera de escapar de su destino.

La misericordia de Dios es tan rica y extensa, que, a veces, corremos el riesgo de confundirla con Su voluntad. Esto nos sucede cuando hemos cambiado la relación con Dios por un monólogo repetitivo, seguido de una lista de supermercado que, hasta a veces, tenemos la osadía de reclamarle como si fueran premios que nos merecemos por ser los “espirituales del año”.

Y así vivimos una vida de errores que no podemos enfrentar porque no tenemos la perspectiva adecuada para identificarlos, porque se han vuelto parte de nuestra vida. En la penumbra de nuestro pobre cristianismo, nuestros defectos, nuestra rebeldía, nuestra idolatría se camuflagea entre las sombras y pensamos que todo está ok.  Por habernos alejado de la luz de la revelación de Dios, creemos que estamos bien, que navegamos con buen viento y que los ángeles nos aplauden al pasar, pero ignoramos que estamos dentro de una cavidad llena de podredumbre que ya va camino al fondo del mar.

Para cuando lo descubrimos, ya es tarde: hemos tocado fondo, adonde nadie puede alcanzarnos. Para cuando abrimos los ojos, nuestras transgresiones son tantas que no nos alcanza para pagar la cuenta y ya no hay quien ayude.

Jonás cayó en cuenta de eso un poco tarde. El tiempo en la coctelera ambulante que era el estómago del pez que se lo tragó le sirvió para darse cuenta de su error. Claro, un tanto tarde, un tanto lejos. Sin embargo Jonás hizo lo que todo cristiano que se ha deslizado y ha acabado en medio de un gran problema debe hacer: clamó a Dios y se arrepintió.  Seguramente no tenía la esperanza de regresar a su trabajo como profeta, pero al menos, Jonás decidió hacer las cosas bien antes de morir adentro de ese pez. Solo escuchaba su voz en medio de los gases del animal, pero Jonás si sabía algo que ninguno de nosotros debe olvidar jamás: Dios nos oye, estemos adonde estemos. 

No podemos alejarnos lo suficiente ni escondernos de Su presencia. Dios siempre está al alcance de nuestra voz.  Después de haberse arrepentido  delante de Su Creador, para su sorpresa, Jonás fue vomitado a la playa.  Quizá el camino descendente fue más largo y penoso, pero Dios le rescató de inmediato y lo volvió a comisionar sin preguntas ni reproches. Jonás aprendió la lección y todo Nínive se arrepintió tras su advertencia.

Ahora, en toda esta historia, se nos está escapando algo muy importante. Se nos está escapando una perla muy preciosa, una luz que nos llama a salir de la oscuridad, porque nos recuerda el amor insondable de Dios. Se nos está escapando…el pez oportuno.

Si el océano es peligroso en un día soleado y despejado, imagínenlo en medio de una tormenta fuertísima que es capaz de destruir barcos y hundirlos.

Cuando los marineros del barco en que iba Jonás supieron que todo lo que les estaba pasando era por él, decidieron arrojarlo al mar para no morir por culpa de su rebeldía.

Así que Jonás cayó en medio del mar Mediterráneo, en medio de una tormenta embravecida, sin bote ni salvavidas, en medio del agua fría, sobre una profundidad media de un kilómetro y media hasta el fondo.

Jonás iba a morir en un par de minutos. Él lo sabía, los marinos que lo arrojaron lo sabían y Dios, claro, lo sabía, así que envió un pez muy oportuno que se tragó a Jonás de inmediato. Quitando el olor a pescado podrido, Jonás cambió el mar helado por el vientre tibio del pez. Aunque no se había arrepentido, aunque no había pedido ayuda, Dios igual fue en su auxilio.



Porque  Dios siempre puede liberarnos. El salmo dice que “Él es quien nos rescata del hoyo profundo” Mientras hay vida, podemos aprender, podemos arrepentirnos y podemos emerger hacia la luz y ser restaurados para cumplir el propósito para el que fuimos creados y salvados.
Enfrentar nuestra situación olerá mal al principio, pero todo se limpia y nada mejor que la sangre de Jesús para una limpieza total. Porque siempre es  mejor oler a vómito pero estar  a cuentas con Dios que dormir en nuestra rebeldía sin darnos cuenta que vamos camino a la muerte.

Si hoy estamos en ese hoyo o si vamos camino a él, clamemos arrepentidos como Jonás:

"Pero Tú Señor, Dio mío,
me sacaste vivo de la fosa.
Al sentir que se me iba la vida,
me acordé del Señor
y mi oración llegó hasta tí,
en tu santo templo.
Los que adoran ídolos inútiles
han dejado tu fiel amor;
pero yo con gratitud te alabaré
y ofreceré sacrificios.
Cumpliré la promesa que te hice.
¡La salvación viene del SEÑOR!

Y Dios enviará el pez oportuno por nosotros. Porque en su infinito amor, aún antes que errásemos, Ël ya lo había agendado para nosotros en una cruz. 



                                                     Mmm, creo que debo madurar...

PABLO MONLEZUN


REFERENCIAS BIBLICAS:
JONÁS
JUAN 3
SALMO 103
HEBREOS 4
SALMO 121

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