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domingo, 1 de julio de 2018

EL PILOTO





Si alguien me conoce, sabe que el viajar en avión no está en el primer puesto en mi lista de placeres. Y no se trata de las horas de espera en el aeropuerto ni de las horas de vuelo o del servicio a bordo, nada eso. 

Se trata de un problemita llamado turbulencia.

Hace años, un amigo piloto me explicó el porqué no tenía que preocuparme por ellas. Me contó todo acerca de la seguridad en los aviones, acerca de las estadísticas de los accidentes aéreos contra la de los accidentes automovilísticos y  puso mucho empeño en que yo lo entendiera.

Yo estaba muy feliz con mi nueva información hasta que llegó el siguiente momento de turbulencia en un vuelo cuando, extrañamente, olvidé completamente sus explicaciones y me limité como siempre a aferrarme a mi asiento, levantar mis pies del suelo (como si eso sirviese de algo) y orar prometiéndole a Dios toda clase de sacrificios espirituales si me sacaba con vida de ese momento…

Si eres un viajero frecuente en aerolíneas, te estarás cuando menos riendo de mi temor infantil. Yo mismo trate de analizar a qué le temía realmente, ya que, como cristiano, para mí, finalmente la muerte es ganancia.

Pensé que temía a marearme, pero, aunque discretamente siempre jalo la bolsa para mareos hacia mi asiento, eso nunca me ha pasado. Finalmente Dios me reveló mi problema: no tengo el control cada vez que el avión se eleva, dependo de un fulano que no conozco y de su habilidad para llevar ese pájaro de varias toneladas a salvo hasta su destino. 
Así que con mucho fervor le pedía a Dios que me curara de ese temor y el remedio no tardaría en llegar y con él, una gran lección:

Regresaba de la ciudad de Chiapas de hacer un casting. Era un día soleado con algunas nubecitas aisladas, nada preocupante. El avión despegó sin problemas a la una de la tarde y yo iba, relativamente tranquilo.

A los pocos minutos de despegar, el avión comenzó a sacudirse como si estuviera en medio de un huracán, algo que jamás había experimentado antes. Todos los pasajeros se pusieron lívidos. Alguno que otro comenzó a orar discretamente. Era como estar en una montaña rusa. Y lo peor es que no podía bajarme de ella. Entonces sentí como los motores bajaban su velocidad hasta que casi desapareció su sonido. La persona que iba detrás de mí murmuró: ¡Se apagaron los motores! Entonces el avión comenzó a zigzagear entre las copiosas nubes que nos rodeaban. Iba de un lado a otro como evadiendo bombas invisibles.



A los pocos segundos, salimos de la turbulencia. Los motores volvieron a rugir y en una hora llegamos a la Ciudad de México. En cuanto mis pies tocaron el aeropuerto, besé la primera pared que encontré.

Sin embargo eso no había sido todo lo que sucedió, porque guardé lo mejor para el final:

Mientras atravesábamos esa fuerte turbulencia, una extraña paz me invadió. Algo muy raro porque con mucho menos movimiento me había dado pánico en vuelos anteriores. 
La voz de Dios vino a mi mente muy clara: No te preocupes, Yo conduzco.

Entonces aprendí una de las enseñanzas más grandes de mi vida: Fulano no conducía el gran pájaro, Dios lo hacía y así, también mi vida...si yo le daba el timón.

Todo piloto aeronáutico comercial sabe una cosa: No puede prometer a los pasajeros un vuelo sin turbulencias porque las mismas aparecen en cualquier momento y lugar. Y así como en el aire, pasa también en la vida. Y eso es un hecho y le pasa a los pobres y ricos, educados y brutos, creyentes y ateos y a los pescadores…

Sucede que el grupo de fans de Jesús iban en la barca, rumbo a Capernaúm. Solo tenían que cruzar un pacífico lago. Ya saben, rutina. Todos iban como flotando en una nube, maravillados que tan solo unas horas antes habían presenciado el milagro de la alimentación de miles de personas con tan solo unos panes y unos pocos pececillos.

De pronto, sin aviso, el viento, que le será propicio y que los llevaba meciéndolos suevamente hacia su destino, cambia. Todo se vuelve un caos, las olas se agigantan y sacuden la barquita como si fuera una semilla que flota en el océano. Sus esfuerzos no los hacen avanzar y el peligro se vuelve mortal.

¿Le suena el momento? Así como la turbulencia sacudió mi vuelo sin aviso, los problemas suelen llegar de igual forma. Vivimos en un mundo caótico. Si pudiéramos ver y contar todos los cabos sueltos, a más de uno le daría un infarto de terror. Sobrevivimos por gracia. La economía mundial se balancea pendiendo de una delgada tela de araña. Los recursos se agotan. Locos con menos escrúpulos y moral que la cantidad de cabello de Vin Disel ocupan las sillas presidenciales con ejércitos a su disposición. Hay más enfermedades que hospitales, los jóvenes prefieren vivir el momento aunque este sea breve y la información que llega por toneladas desde el internet no hace más que llenar nuestra bolsa de preocupación y de un profundo sentido de pesimismo.

¿Y ahora que haremos? Pensamos. ¿Cómo saldremos de esta? ¿Quién tiene la solución? ¿Será que perderé mi trabajo? ¿Será que esa tos en el pecho de mi pequeño niño se está agravando? ¿Será que nunca encontraré a quien amar? ¿Acaso este avión se va a caer?

Y ante la amenaza repentina, muchas veces erramos por miedo. Corremos de acá para allá como gallinas sin cabeza, con la mente nublada porque no sabemos realmente que hacer, porque no tenemos el control. Como yo en el avión, o como  cuando iba en el auto de una amiga. Ella conducía y yo iba en el asiento de co piloto (un nombre tonto porque no se puede co pilotear desde ahí sin un volante) De pronto yo veía que iba a tomar una curva peligrosa (desde mi punto de vista) y la asustan a pidiéndole que moviera el volante o que tuviera cuidado. Ella, claro, me dio dos opciones: “O te pasas aquí y conduces o disfrutas el viaje y me dejas conducir a mí”

Hay unas calcomanías populares que dicen: 



Muy poéticas, si, pero tienen un gran problema de concepto: Si Dios es el co piloto, quiere decir que nosotros somos el piloto. Eso implica que tenemos una capacidad superior al Creador de todo para salir de los problemas. Y la verdad es que más bien nuestra habilidad reside en meternos en ellos

Como nuestro grupo de pescadores y fans de Jesús, que vanamente trataban de pasar la “turbulencia marina” y lo único que lograban era cansarse y acercarse más al desastre.

Entonces llega una voz. Se cuela entre el viento y el rugido del mar. Aún en al oscuridad y el caos, entre el miedo y la desesperación, reconocen una figura humana que viene caminando entre el temible oleaje. Como si les faltara razones para temer, ahora el grupo piensa que ve un fantasma. Pero el “fantasma” llega hasta ellos sonriendo y su sonrisa evoca recuerdos de miles de estómagos saciándose  sobre el pasto, de leprosos limpios y ciegos contemplando un atardecer. Es la voz de Jesús que les recuerda quien pilotea sus vidas y el universo entero:

-¡No tengan miedo! ¡YO SOY!

Y las olas desaparecen cuando él sube a la barca y el viento se transforma en una brisa agradable que le quita lo empapado por la caminata.

No te preocupes, Yo conduzco.

¿Sabes? En un auto, en un avión, en un barco y en nuestra vida hay un solo timón. Y por más experimentados que seamos, siempre habrá una tormenta más grande de lo que podemos manejar. Cuando esta estalle, quien lleve el volante será quien guie  al desastre o a la otra orilla.

¿Vamos a empecinarnos o se lo vamos a dar a aquel a quien aún las olas y el viento obedecen?

En mi siguiente vuelo, estaba yo sentado aguardando. El avión estaba en la pista esperando el ok para que los motores rugieran y el pájaro de acero se elevara, entonces me vino el recuerdo de esa gran turbulencia en el vuelo anterior. Antes que el temor se apoderara de mi mente, recordé al piloto de mi vida y como si lo hubiese evocado (y sé que lo hice) la voz de Dios volvió a  mi mente, pero esta vez con una invitación:

Pablo, confía en mí y vamos a volar.

Y es verdad, ¡volamos!



Pablo D. Monlezun

REFERENCIAS BIBLICAS:

JUAN 6
MARCOS 10
MATEO 8

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